A lo largo de mi vida profesional, me ha tocado organizar
muchas conferencias y he asistido, y sigo asistiendo, a muchas otras. Uno trata
de buscar chispas de lucidez que lo iluminen en las palabras de los otros.
He tenido ocasión de escuchar magníficas exposiciones, pero
también, las más de las veces, he sufrido conferencias karaoke, en las que
alguien, auxiliado por el dichoso PowerPoint, pretendía convertirnos en
estúpidos leyendo lo que todos podíamos leer en la pantalla. He escuchado a
demasiados ególatras hacer tantas referencias a sí mismos que no dejaban ni un
resquicio para que entrara más discurso que el de su omnipresente yo. Y he
soportado sermones de gurús de diversa índole que lanzaban dos ideas con voz
entusiasta repitiéndolas una y otra vez, como si en la repetición estuviera la
verdad, dejando al auditorio embobado contemplando los fuegos artificiales de
sus naderías.
Lo cierto es que apenas se publican comentarios críticos sobre
tan extendida actividad oratoria.
Sirva esta introducción para destacar la charla-entrevista que
el periodista y escritor Miguel Barrero sostuvo con Antonio Muñoz Molina en el
Centro Niemeyer.
Adelanto que me produce una gran alegría poder escribir sobre
lo bien hecho, dado que la conversación, mantenida con pulso exquisito por un
periodista muy bien documentado, pero que en ningún momento alardeo de su
conocimientos, fue un ejemplo extraordinario de lo que es la difícil sencillez.
Congregar en un teatro a casi seiscientas personas para oír hablar a alguien
tiene gran mérito. Y eso que los organizadores no lo pusieron fácil, pues,
aunque el acceso era gratuito, había que retirar invitaciones, y sólo se podían
recoger en las oficinas del Niemeyer y en la Universidad Laboral de Gijón. A
quien deseara ir, pongamos, desde Oviedo, Langreo o Navia no le quedaba más
remedio que perder casi una mañana o una tarde en conseguir entradas. Por eso
la gran afluencia de público fue aún más estimable.
Si analizamos el acto como si hubiera sido una representación
teatral, lo que en cierto modo fue, comprobamos que nada faltó, que nada sobró,
que nada rechinó. En el gran escenario que albergaba el encuentro se montó una
sobria escenografía: dos acogedores butacones con orejeras y una pequeña mesa.
La creación de un espacio intimista en el que no sólo estaban los actores, sino
que abarcaba también al público, se consiguió a la perfección con la magistral
dosificación de la luz. Qué poco se valora ese alarde técnico gracias al cual
se logra centrar aún más la atención del espectador. El recogido ambiente
creado por el efecto lumínico se completaba con un sonido impecable.
La charla estuvo precedida por una necesaria introducción del
poeta Jordi Doce, coordinador y alma del “Ciclo de Palabra” en el que se
enmarcaba el acto.
Y fue de verdad una celebración de la palabra –dicho sea en
sentido no religioso–, de la palabra que sirve para comunicarse, para
conversar, para compartir, para acercarse en la discrepancia. Y cómo
contrastaba esa No violencia verbal que practica Muñoz Molina, cultivador
ejemplar de la templanza, con la vociferación, el grito, la crispación, la
exaltación del yo o la pedantería que tanto se fomenta. Ya Jovellanos deploraba
la actitud de aquellos que ponían en sus pulmones lo que les faltaba a sus
razones.
Si la violencia crea su propia dinámica, como decía el
entrevistado, también la No violencia crea la suya. Fue la que vimos allí
escenificada entre Muñoz Molina y Miguel Barrero, esa No violencia que muchos y
muchas desearíamos que predominara en las relaciones humanas. Esa No violencia
que explica la aparente contradicción de “rebelión cívica” que propugna Muñoz
Molina.
Como dice la escritora argentina Ivonne Bordelois en su obra:
“La palabra amenazada”, “nada favorece y robustece más la esclavitud que la
pérdida del lenguaje”. Perder la palabra es ir directos hacia la sumisión. La
palabra se pierde cuando no se ejerce para hablar, sino para ordenar o imponer,
cuando no se presta atención atenta, cuando sólo se utiliza para escucharse a
sí mismo, cuando se usa para gritar, humillar, blasfemar, rebajar o insultar.
Muñoz Molina se mostró, sobre todo, como un gran narrador.
Pero no de esos que van del yo al yo, esto es, de los que cuentan para su ego,
o para oírse en los demás. Experimentado viajero, ha ido de su Yo al territorio
desconocido del Otro o de los Otros. Y nos demostró que, para trasladarse a ese
territorio, quien escribe debe tener la capacidad de escucha muy, muy atenta,
muy, muy afinada, muy, muy abierta, con el fin de conseguir transformar ese
milagro de la imaginación que es una buena obra literaria en algo que ataña a
todos. Y no debemos olvidar que ese vínculo con la palabra, que nos caracteriza
como seres humanos, empieza en la cuna, en ese irremplazable momento en el que
a un bebé se le narra un cuento.
Por eso, acontecimientos como el de la conversación entre Muñoz Molina, Miguel Barrero y el público asistente, son una puerta abierta para entrar en una convivencia distinta en la que primen el respeto, el amor a lo bien escrito y a lo bien hecho, el escuchar a los demás y el salirse de uno mismo. Un gran camino por hacer.
Por eso, acontecimientos como el de la conversación entre Muñoz Molina, Miguel Barrero y el público asistente, son una puerta abierta para entrar en una convivencia distinta en la que primen el respeto, el amor a lo bien escrito y a lo bien hecho, el escuchar a los demás y el salirse de uno mismo. Un gran camino por hacer.
Paco Abril. Artículo publicado en La Nueva España (27-06-2013)