sábado, 20 de marzo de 2010

Elogio de la lentitud

Defender la lentitud en estos tiempos que corren (y nunca mejor dicho) es arriesgarse a ser arrollado por quienes circulan a toda velocidad.
La lentitud no goza de buena fama. No hay más que oír a esos conductores apresurados que, a poco que te demores, te escupen a la cara una sarta de improperios contra la pachorra y la tardanza, como si transitar despacio fuera uno de los peores delitos que alguien pudiera cometer.
Hasta en el diccionario de la Real Academia se define lo lento, en segunda acepción, como poco vigoroso y eficaz.
Uno se pregunta por qué algo lento tiene que ser ineficaz. Debería ser todo lo contrario. Nadie quiere ir al médico y ser atendido de manera acelerada. Por eso los médicos de familia reclaman, con razón y en beneficio de todos, disponer al menos de diez minutos por paciente. Esta exigencia es de sentido común, pero ya se sabe que el sentido común es el menos común de los sentidos.
Vamos jadeando a todas partes, con la lengua fuera. La prisa manda.
Demasiados empleados oyen decir todos los días a sus jefes: "Quiero esto para ayer." Los jefes, en un porcentaje alarmante, no son los que saben mandar, prever, organizar, distribuir el trabajo, sino los que meten prisa. No resuelven, agobian.
Desde muy pequeños, los niños ingieren, con sus alimentos, el zumo de la precipitación. Corre, acelera, no te demores, son frases con las que los padres suelen atosigar a sus hijos todos los días antes, durante y después de las comidas.
Cada vez son más las personas que se parecen al Conejo Blanco con el que se encontró Alicia en su viaje al País de las Maravillas. "Tengo mucha prisa, tengo mucha prisa", anuncian como el conejo mirando el reloj a cuantos se topan con ellos en cualquier momento y lugar. Pero, ¿a dónde van? ¿Son más eficaces? ¿Son más dichosos? ¿Son de fiar los que padecen el síndrome constante de la urgencia?
Borges, en un poema memorable sobre alguien al que acaba de abandonar su amor, escribe: "Ya no es mágico el mundo./ Te han dejado./ Ya no pasearás por los lentos jardines".
El amor que ralentiza los jardines es, por supuesto, lento.
José Antonio Marina, en su Laberinto sentimental, nos advierte: "La prisa se opone a la ternura. No hay ternura apresurada". Y añade para aviso de navegantes: "La prisa está unida a la violencia. El apresurado lo quiere todo ahora, y la violencia es el camino más corto. ¿Para que guardar las formas que siempre son lentas?"
Si el apresuramiento nos lo permitiera, comprobaríamos que lo mejor de la vida es bueno cuando es lento: gozar del amor, de una conversación, de la amistad, de una buena comida; deleitarse aprendiendo, reflexionando, razonando, investigando, leyendo...son placeres que casan mal con la precipitación, el apuro, el aprieto.
La lentitud que aquí se revindica no es la de la indolencia, la pereza o la apatía, sino la que conduce a la calma, al sosiego, a la tranquilidad, a la suavidad. La que se toma su tiempo. La que sabe escuchar. La que proyecta y organiza para resolver sin agobiar. La que no exige ansiosa el cumplimiento urgente del deseo. La que sabe esperar.
En vez de a los apresurados, preferimos a los diligentes, que ponen cuidado y atención en resolver lo que nos atañe.
Para tratar de atemperar mi tendencia a padecer el síndrome de la prisa, llevo siempre prendidos en la memoria unos versos de Ángel González que dicen:
Si voy deprisa el río se apresura.
Si voy despacio, el agua se remansa
Elogiar la lentitud es, en suma, elogiar a quienes, con paciencia, nos remansan, cada día, los precipitados ríos de la vida.

Nasrudín

Título: Nasrudín
Autora: Odile Weulersse
Ilustradora: Rébecca Dautremer
Editorial: Edelvives
A partir de 6 años


Pepa, una de las profesoras de primero, les preguntó a sus alumnos nada más empezar la clase:“¿A quién le gustaría saber lo que le pasó a un niño árabe que se llama Nasrudín que hiciera lo que hiciera todos lo criticaban?” Aunque Irene, Natalia y Pedro, los tres de 6 años, fueron los primeros en levantar la mano, toda la clase, sin excepción, solicitó ir a conocer a Nasrudín. La verdad es que Pepa sabía como hacerles viajar. Y esos viajes siempre les entusiasmaban. Para ello no necesitaba una agencia de viajes ni trasladar a los niños en complicados medios de transporte, no. Sólo necesitaba un buen libro, como el de Nasrudín. Así que Irene, Natalia y Pedro abrieron las páginas de aquel libro como si fueran puertas y, durante un buen rato, desaparecieron dentro de él. Nada más entrar, vieron al niño protagonista del cuento. Estaba sentado sobre una alfombra a la sombra de una palmera bebiendo en un cuenco. –¿Os apetece un poco de leche de camella con canela? –les dijo el chico nada más verlos dando así muestra de su hospitalidad. –Oh, no, muchas gracias –contestaron los tres a la vez–, ya hemos desayunado. Luego oyeron la voz amable del padre que le decía a su hijo desde dentro de la casa: –Nasrudín, ve a por el burro, que nos vamos al mercado. A lo que el niño contestó: –Tus deseos son órdenes. Aquella extraña forma de hablar del niño, aquel respeto hacia su padre, tan poco frecuente hoy en día, les sorprendió. Los tres niños viajeros siguieron a Nasrudín, a su padre y al burro. Comprobaron, asombrados, que si el padre iba montado en el burro y su hijo caminado, la gente los criticaba; que si iba Nasrudín montado en el burro y el padre a pie, la gente los criticaba; que si iban los dos montados en el burro, la gente les criticaba; que si iban los dos a pie junto al burro, la gente los criticaba. Hicieran lo que hicieran, la gente siempre tenía algo negativo que decir. ¿Qué tenían que hacer entonces para que nadie se metiera con ellos? El padre de Nasrudín era un hombre sabio, así que buscó la manera de que su hijo llegara a descubrir por si solo cuál era la forma más adecuada de actuar. Irene, Natalia y Pedro, los tres niños viajeros, sonrieron satisfechos al oír la conclusión a la que había llegado Nasrudín. Y si alguien más quiere saber la sabia decisión que tomó para que no lo afectaran las voces criticonas, no tiene más que abrir el libro, seguir sus preciosas páginas estupendamente ilustradas y oírla de los labios del mismísimo Nasrudín.

El nacimiento del Dragón


Título: El nacimiento del DRAGÓN
Autora: Marie Séller
Ilustradora: Catherine Louis
Editorial: Factoria K de libros
A partir de 6 años


A la hora de comer, Pablo, de 7 años, siempre cuenta a sus padres lo que ha hecho en el colegio esa mañana, lo que propicia jugosas conversaciones familiares. Os transcribimos una de estas animadas charlas recogida por La Oreja Verde. Pablo: Hoy la profesora nos contó un cuento chino que se titulaba El nacimiento del Dragón. Madre: ¿De qué trataba el cuento? Niño: Era un leyenda china. Padre: ¿Qué es una leyenda? Niño: Pues, según nos dijo la seño, una historia fabulosa, imaginaria. Padre: Perdón por la interrupción, ¿cuéntanos esa leyenda? Niño: Pues resulta que hace mucho tiempo, cuando todavía no existían los dragones, los chinos vivían en tribus. Cada tribu la protegía un espíritu que los ayudaba. El espíritu protector de los pescadores era el pez; el de los que vivían en las montañas, el ave. Bueno había más espíritus de esos, cada uno de un animal. Pero en vez de vivir en paz, los hombres se hacían la guerra diciendo que su animal protector era el mejor. Madre: Igual que si fueran equipos de fútbol o de otra cosa. Niño: Sí, pero estos se mataban entre ellos. Padre: ¿Y qué pasó? Niño: Pasó que los niños, hartos de los terribles enfrentamientos de su mayores, «declararon la guerra a la guerra», me acuerdo muy bien de esa frase, porque la repetimos varias veces. Entonces ellos decidieron crear un animal que tuviera algo de cada uno de los espíritus protectores de las diferentes tribus. Dijo la seño que crearon un animal puzzle, ágil como el pez, libre como el ave, rápido como el caballo, astuto como la serpiente y fuerte como el búfalo, y al que llamaron DRAGóN. Madre: ¿Y ese animal fantástico acabó con las guerras para siempre? Niño: No, la verdad. Aunque convirtieron el dragón en el animal de la paz, siguieron haciendo guerras y eso que habían prometido que nunca más guerrearían. Padre: No acaba demasiado bien. Niño: Acabaría bien si los hombres hubieran hecho caso a los niños. Y esta fue la conversación que La Oreja Verde oyó y anotó un día en una casa a la hora de comer.

lunes, 15 de marzo de 2010

Pegar con palabras. Sobre el acoso escolar

El acoso escolar se ha convertido, de la noche a la mañana, en un tema de apremiante actualidad. Si seguimos las inquietantes noticias que nos ofrecen los medios de comunicación, tal se diría que este problema hubiera surgido de repente, por generación espontánea. Y da la sensación, también, de que este es un mal que afecta sólo a los adolescentes, quedando los niños pequeños inmunes a ese virus de violencia entre escolares.

Pero el acoso es tan antiguo como la escuela. Es imprescindible, si de verdad se quiere afrontar con rigor el problema, tener en cuenta las importantes investigaciones en las que se han analizado estas relaciones de subyugación y no partir de cero, como si esta enfermedad social hubiera sido traída casi ayer por extraterrestres. Todo el mundo vería absurdo que un científico se propusiera investigar el cáncer sin tener en cuenta los conocimientos existentes.

Ya en el invierno de 1998, el Departamento de Programas Educativos de la Fundación de Cultura, presentó en Gijón la exposición Juul, un cuento sobre el maltrato entre iguales. Desde entonces esa exposición no ha parado de recorrer la geografía española. Juul, y el proyecto educativo elaborado a partir de este relato, ha estado en Málaga, en Burgos, en Algeciras, en Cangas del Narcea, en el País Vasco y en Madrid, entre otros mucho sitios. Ha sido un excelente relato motivador que ha permitido a más de veinte mil niños y adolescentes de diferentes edades y lugares reflexionar sobre esta grave epidemia. También a los adultos, les ha servido para extraer significativas conclusiones a partir de las cuales abordar el problema.

Juul es un relato de una gran dureza. Trata de un muñeco de madera que se va destruyendo poco a poco a causa de las humillaciones continuas de sus compañeros. Todos se ríen de él. Se mofan de sus rizos, de su cabeza, de sus orejas, de sus ojos. Juul anhela ser querido.

Todos los seres humanos necesitamos sentirnos queridos, valorados, aceptados por los demás. Si nos humillan, riéndose de nosotros, es como si nos fueran rompiendo a trozos por dentro. Las humillaciones, las ofensas y las burlas pueden sumirnos en la mayor desolación y hacernos sentir tan desdichados que hasta lleguemos a desear desaparecer del mundo. Los otros, sobre todo los iguales, son un espejo en el que nos vemos reflejados. Quien lea la historia de Juul se dará cuenta de inmediato de que el muñeco protagonista se mutila impelido por las pullas, las vejaciones, el acoso insoportable de sus compañeros.

Juul anhela ser querido y, a la vez, desea querer a los otros, desea su proximidad, su acercamiento. Por ellos destroza su cuerpo. Arranca de sí mismo lo que le separa de los demás.

El cuento termina cuando una niña, Nora, recoge su cabeza, lo único que queda de él. La mete en su cochecito de muñecas, la cuida, la limpia y le pone un lápiz en la boca para que cuente lo que le ha pasado. Es la primera persona que le ayuda a contar cómo se siente. El cuento termina con la esperanza que otorga el afecto. Juul y todos los Juuls del mundo pueden reconstruirse.

Nora significa para los centenares de niños que han vivido este cuento el afecto, la amistad, los cuidados, la piedad, la generosidad, la esperanza, la comprensión, la ayuda, la vida, “porque darle afecto –dijo una niña- es como otorgarle vida”.

Al terminar este relato los niños y niñas de ocho y nueve años, no adolescentes por tanto, señalan que es una historia muy dura, pero “es lo que pasa todos los días en mi cole”.

Hemos recorrido con los niños el áspero camino del insulto a través del diccionario. Y ellos descubrieron en ese camino las palabras que muerden. Comprobaron que insultar es ofender, sí, pero también lastimar, herir o hacer daño, agraviar, molestar, perjudicar, incomodar, avergonzar, abochornar, faltar, maltratar, vejar, angustiar, avasallar, atropellar, humillar, acosar…

La lista de malas hierbas de este campo lingüístico sería demasiado extensa, aunque todas ellas tienen en común que denotan empequeñecimiento de la persona insultada

Investigando sobre los insultos que los niños pequeños reciben en su casa, y de sus compañeros y de sus maestros, hemos podido constatar que en el hogar proliferan los insultos entre hermanos, aunque los padres no suelen quedarse a la zaga. Vago, vaga (que el 85% de los encuestados escriben con b) es lo que más suelen llamar los padres a sus hijos. También imbécil, estúpido, retrasado, cabezón, marrano, desastre… (léase esto en masculino y en femenino).

Los profesores suelen ser el grupo más comedido a la hora de insultar. Se juegan mucho en ello, claro está. Al anotar las cosas desagradables que les llaman sus maestros, fue donde un mayor número de encuestados escribió: “No me llaman nada".

No nos engañemos, sin embargo, también hay abundancia de agresiones verbales por parte de los maestros. Los que más resaltan son los referidos al comportamiento escolar y al estudio, tales como asno, burro, ignorante, idiota, sinvergüenza, vago, golfo, inútil, jeta…

Donde arrecian los insultos es entre compañeros. Nuestros escolares respiran sin parar el aire del insulto cotidiano. El insulto en la infancia, poco o casi nada investigado, es su pan de cada día.

En el que es quizá el primer estudio sobre el acoso escolar, publicado por el noruego Dan Olweus en el año1993 con el título “Conductas de acoso y amenaza entre escolares”, se resalta que los niños o jóvenes a los que se les acosa o agrede en la escuela pueden presentar alguno de estos indicios: les gastan repetidamente bromas desagradables, les llaman por apodos, y es posible que se les conozca con algún nombre malsonante. Les insultan, menosprecian, ridiculizan, desafían, denigran, amenazan, les dan órdenes, les dominan y subyugan y son objeto de burlas y risa desdeñosas y hostiles.

El insulto suele preceder siempre a la agresión. Así lo afirman los autores del libro “El arte del insulto”. “El insulto, en todas las sociedades, constituye una parte indispensable de un rito de violencia. Es el combustible que va calentando progresivamente el ánimo de los contendientes hasta llegar al punto de saturación que libera la agresividad directa”.

Se asume como algo normal oír cantar, todos a la vez, en acompasado ritmo, a masas enfervorizadas, en cualquier competición deportiva: “Hijos de puta, hijos de puta” y delicadezas similares.

El insulto es una agresión. Como muy bien dijo un niño de 9 años en redonda definición: “Insultar es pegar con palabras”.

Pues bien, es entre escolares, es decir, entre los supuestos iguales, insisto, donde las agresiones verbales proliferan a sus anchas.

No es de extrañar que la ofensa que más se utiliza entre los niños (incluso entre los más pequeños) sea la de llamarse entre ellos hijos de puta y sus innumerables derivados. Coincidiendo con los autores de “El arte del insulto”, “Las prostitutas, seguidas por los homosexuales masculinos, siempre se han llevado la parte del león en la historia del insulto hispánico.”

Aparte de tan arraigado vituperio, “el más asiduo de nuestra vida cotidiana”, hay, por supuesto, otra gran constelación de insultos que son constante moneda de cambio entre nuestros escolares, tales como mongol, idiota, subnormal, amorfo, pedazo de mierda, tonto del culo, gilipollas… que minusvaloran la personalidad o ridiculizan el aspecto físico, como bizco, bola de grasa, cara moco, cuatro ojos, Dumbo, vaca …

Los insultos son contundentes radiografías en las que se refleja lo que valoramos y detestamos. En un país tan machista como el nuestro, es normal que la homosexualidad, a pesar de las grandes transformaciones sociales que hemos vivido, siga siendo lo peor que puede reprochársele a una gran mayoría de hombres. Uno de los peores agravios es, pues, llamar a un varón maricón. La lengua, con su léxico de agua, ha empapado la institución escolar. La escuela es un reflejo de la vida social. Los niños no son extraterrestres. Traen a la escuela lo que ven, viven y aprenden en sus relaciones familiares, en la televisión o en la calle.

¿Y qué ven? ¿Qué viven? ¿Qué aprenden?

Ven, viven y aprenden que hay una permisividad con quienes agreden a los demás con palabras en sus propias casas, en la calle o en los estadios deportivos.

Ven una televisión donde el insulto, las voces, los gritos, se han convertido en el fundamento de algunos programas sin más fundamento.

Que, por ejemplo, el que fuera rey Midas de la televisión llamado Sardá nos hubiera hecho tragar la rueda de molino de que el buen hacer televisivo pasa por alentar los gritos, las voces, los insultos y la degradación, y que hubiera obtenido por ello el apoyo de la audiencia, da una idea del caldo de violencia verbal, generadora de la física, en el que se cocinan gran parte de las influencias agresivas que reciben nuestros niños. Lo peor de programas como esos, llámense “Gran Hermano”, “Crónicas Marcianas”, “Juguemos al rival más débil” etc. no es su infantilismo, su estulticia, su insulsez o su estupidez, que son sus ingredientes básicos, lo peor es que se han convertido en un ejemplo de conducta. Los niños que no ven a horas intempestivas esos programas, los reciben en forma de píldoras concentradas en resúmenes y machaconas repeticiones.

Las conclusiones a las que hemos llegado junto con los padres y maestros que han participado en lo que llamamos proyecto Juul, son, en apretada síntesis, las siguientes:

Que el acoso entre iguales, el “bullinng”, es un problema que afecta a los niños desde edades bien tempranas, y no sólo en la adolescencia. La intervención contra la violencia debe empezar, pues, desde la cuna. Ya en las escuelas infantiles hemos oído a madres decirles a sus niños de dos años y menos: “Tú si te pegan, pégales también”. “Tienes que enseñarle a defenderse”. No hemos oído decir, sin embargo: “Hay que enseñarles a no pegar”.

Que insultar es pegar con palabras, y que el insulto es el generador de violencia física. Que hay que reflexionar con los niños sobre el acoso y sus efectos. Los cuentos, y el trabajo desarrollado con Juul es un ejemplo, pueden ser grandes motivadores de esa necesaria reflexión imprescindible para erradicar prejuicios, cambiar actitudes, modificar conductas.

Que, aunque se manifieste sobre todo en la escuela, es un problema que tiene su origen y su apoyo fuera del ámbito escolar. La falta de respeto con la que se tratan muchas parejas delante de sus hijos, las agresivas manifestaciones deportivas, los enfrentamientos entre los representantes de los partidos políticos, que, por todos los medios siempre intentan exacerbar lo que los separa, son ejemplos claros de esas influencias, de esas vivencias, de esos aprendizajes de los que los niños se irán empapando poco a poco y que luego llevarán al centro escolar.

Que supone una conducta de dominio contraria a toda democracia: un agresor somete a una víctima a un estado de sumisión y de humillación permanente. Esa es una relación intolerable, propia de una dictadura.

Que se produce una degradación moral en la víctima, que puede sufrir alteraciones graves en su salud (depresión, trastornos de la alimentación, vómitos constantes…) y hasta conducirle al suicidio, como sucedió con Jokin, el joven de Hondarribia cuyo suicidio hizo saltar todas las alarmas.

Que también los acosadores sufren esa degradación moral. Como dice la profesora de psicología de la Universidad de Sevilla Rosario Ortega Ruiz, una de las pioneras en España en el estudio del maltrato y de las medidas para erradicarlo, “cuando el sistema de relaciones de los iguales se configura bajo unas claves socialmente pervertidas en las que predomina el esquema dominio-sumisión, las actividades y los hábitos se ritualizan sobre la ley del más fuerte”.

Que cuanto más sepamos sobre esta enfermedad social mejor podrán buscarse remedios para evitar o reducir sus demoledores efectos. Como dijo Gracián, “no hay monstruosidades sin padrinos”. Son muchos los padrinos de esa monstruosidad llamada acoso escolar. El entorno escolar es sólo un reflejo, un reflejo muy sensible del entorno social. Por eso nos asusta ver a nuestra sociedad reflejada en ese espejo, y por eso se buscan las causas sólo en los centros escolares. Nos aterra ampliar la mirada. Pero sólo si la ampliamos con la razón, evitaremos la sin razón.

sábado, 13 de marzo de 2010

La obsesión por divertir

En todos los simposios, mesas redondas, congresos y otros eventos sobre la educación y la lectura se apela constantemente al vocablo divertir. Parece una exigencia ineludible que todo cuanto posea intencionalidad educativa debe de estar bien impregnado de diversión, so pena de fracasar de manera estrepitosa.

Si se quiere acercar a los niños a la lectura, se intentan diseñar divertidos programas de animación en las escuelas y en las bibliotecas. Si se pretende acercarlos a la ciencia, se considera que lo más eficaz es hacerlo a través de propuestas de ciencia divertida. Si se desea sensibilizar su gusto por la música clásica, casi cae de cajón que se deberán organizar conciertos que capten la atención a través de la diversión.

Un maestro con el que me topo con frecuencia, me comentó, un tanto desolado, que le faltaban recursos para divertir a sus alumnos, y que, por tanto, sus esfuerzos por enseñarles le resultaban baldíos. Me confesó también que no se sentía con fuerzas ni con ganas de ponerse al día en el aprendizaje de nuevas técnicas para entretenerlos.

Y si la diversión es el gran remedio que se quiere aplicar a los niños, también pretende ser la panacea de los adultos. Una editorial publicaba una antología de poesía y, el compilador, afirmaba: “La idea es divertir a los lectores”. Porque la poesía, según su criterio, “tiene que ser divertida”. Parece como si cualquier propuesta educativa, del tipo que sea, que no conjugue el verbo divertir en todos sus tiempos, estuviera de antemano condenada al fracaso.

Pero ha sido la animación a la lectura la acción que más se ha dejado envolver en la seductora red de la diversión, ha caído atrapada en sus persuasivos brazos. Los animadores se han acogido, como si fuera una ley, a la tercera acepción que el diccionario da para animación: “Concurso de gente en una fiesta, regocijo o esparcimiento”. Y en todas sus propuestas procuran con insistencia buscar esa fiesta, ese regocijo, ese esparcimiento.

Los ejemplos de apelación a la diversión en todos los campos son tantos que demuestran una auténtica obsesión por divertir. Todo se contagia cada vez más de esa obsesión. En el Centro de Arte de la Laboral, de Gijón uno de sus teóricos afirmaba: “Aquí hay que conseguir que por encima de todo la gente se divierta”. Analicemos el concepto.

Divertir es apartar la atención para llevarnos hacia otra cosa. Esto es, procurar no que la atención se centre, sino que se descentre. La persona que intenta divertir a alguien tiene que esforzarse en entretenerle, en distraerle, en sacarle de sí mismo para transportarle a otro lugar donde prime el entretenimiento, la distracción, el alborozo. Quien nos divierte, trata de sacarnos de nuestra rutinaria ocupación, o de nuestra preocupación, y de trasladarnos a otro lado.

¿Por qué esta obsesión por divertir sobre todo en el ámbito educativo? ¿Por qué se ha ido convirtiendo en la tabla salvadora o en la levadura de cualquier acción educativa que se precie? Pues, entre otras razones, por una comprensible reacción contra esa educación que se encuentra situada en el campo minado de lo aburrido, de lo pesado, de lo fastidioso. Qué fácil es pisar una de esas minas de didactismo tedioso y quedar mutilado para siempre. Hay muchos escolares, por ejemplo, a los que se les atragantan los libros de texto, los rechazan por indigestos y ponen, delante del vocablo texto, el prefijo de, quedando bajo el rótulo de libros de detexto, y extienden esa repulsa a todos los libros y a todo lo escrito en general. Lo peor no es que se lea poco o no se lea, lo peor es que se desarrolle una epidemia de aversión a la lectura. Por eso hay un afán constante de enganchar al público a través de la diversión. La máxima podría ser: atraer para distraer. Y por eso se invierten grandes esfuerzos y grandes sumas de dinero en divertir. Muchos son ya los que afirman que si convertimos la enseñanza en un divertimento, en juego, erradicaremos el fracaso escolar.

Tarea loable esta de divertir, sobre todo cuando trata de apartarnos de la angustia, de la tristeza, del aburrimiento; pero que, cosa curiosa, no aumenta el deseo de leer, ni de aprender, ni de investigar, ni de pensar, ni desarrolla el gusto musical, ni estimula la lectura, ni despierta la curiosidad científica. El agotador esfuerzo por divertir fracasa en las acciones educativas que emprende, estén dirigidas a niños o adultos. Lo divertido sólo dura lo que dura la acción de divertir. Practicamos el ejercicio saludable de pasarlo bien con algo animado, pero enseguida se apaga la llama de lo que nos sacó de nosotros mismos por unos instantes. Divertir es un fuego de artificio que puede estallar en mil colores, pero que muy pronto se desvanece en el aire. Lo divertido carece de fuerza impulsora para la acción. Es lógico que así sea, porque su función no es la de fortalecernos, sino la de distraernos.

Si la diversión no es la solución, ¿con qué la sustituimos?, nos preguntan los defensores de la pedagogía del deleite? La pregunta a la que deberíamos responder, sin embargo, es otra: ¿qué es lo que hace prender nuestra atención en un libro, en una película o en algún proyecto que nos fascina? ¿La diversión? No, por supuesto que no. Lo que nos engancha de verdad es el interés.

Los educadores verían cambios radicales si, en vez de divertir, trataran de interesar. “No se trata de que los niños hagan lo que quieran, sino de que quieran lo que hagan”, decía el psicólogo Jean Piaget allá por 1940. Divertir es entretener, que no es poco. Interesar es llenarnos de una energía, de un combustible que nos impulsa, que hace que nos esforcemos en cualquier empresa, en cualquier empeño. El interés, que está formado por una conjunción de deseo y necesidad, es una fuerza, una potencia. Un niño que está interesado en la lectura, no necesita actividades divertidas para que lea, sólo necesita libros adecuados. Tampoco necesita animadores ni mediadores, sino facilitadores. Cualquier persona interesada por conocer lo que sea, buscará la manera de investigar, consultar, indagar. Y su interés no decaerá con el tiempo, sino que aumentará. Fomentar el interés es consolidar lo duradero frente a lo efímero. El interesado dota de valor al objeto de su interés y se implica en él de manera permanente. Mientras que la diversión huye como la peste del esfuerzo, el interés nos confiere la energía para realizar el esfuerzo necesario que nos lleve a alcanzar las metas que nos propongamos.