¿Adónde se fue la
participación ciudadana?
Paco
Abril
(Artículo publicado en diario La Nueva
España el 18 de mayo de
2011)
Las
campañas electorales ponen en marcha una compleja maquinaria de solicitud de
voto, saturado de promesas hasta el empalago, pero ni una de esas buenas
palabras se referirá a la ampliación de la democracia con una mayor
participación ciudadana, como si nuestro sistema fuese algo fijado para siempre
y los ciudadanos ya intervinieran lo suficiente en la cosa pública.
Bastante antes de la
instauración de la democracia en España, quienes se consideraban demócratas, se
movilizaban en contra del autoritarismo del régimen franquista impulsados, no
sólo por el afán de derrocar la dictadura, sino para conseguir el bien soñado
de participar en la vida pública, en la que todos tendrían algo que decir. Si
la democracia era la música del himno que estaba por encima de los himnos de
todos los partidos, la participación era su letra, el único estandarte
unificador. No había nadie que se preciara de demócrata y no exigiera la
intervención ciudadana. Esa imprescindible participación eran los pulmones de
la democracia, sin ellos ésta no podría respirar.
Para el totalitarismo,
participar significaba asentir y aplaudir; para la idea que se tenía de
democracia, suponía entrar a formar parte activa de las decisiones políticas,
poder decidir y que esas decisiones fueran tomadas en cuenta. Y poder decidir
no en lo superfluo, sino en lo esencial, esto es, en los asuntos que nos
atañen a cuantos vivimos en la polis, en la ciudad de todos. Y
poder hacerlo de una manera lo más directa posible, sin tener que superar todo
tipo de laberínticos obstáculos y cortapisas para ejercer ese derecho.
Y esa capacidad de
intervenir se extendería a todas las instituciones, desde las vecinales a las
asociaciones de padres y madres, desde las locales y regionales a las
estatales.
Sólo los ingenuos, ahora
desilusionados, pensaban que la democracia, una vez instaurada, sería portadora
de todos los bienes, como si fuera generadora en sí misma de una lluvia de
felices dones otorgados por un dios benévolo y, allí donde cayera, todo se
convertiría en dicha celestial.
Quienes sabían que la
democracia no se instauraba de una vez por todas, sino que se construía día a
día, la imaginaban de cristal, transparente y frágil. La transparencia evitaría
los abusos, la fragilidad alentaría los esfuerzos para evitar que se quebrara.
Y para prevenir que el delicado cristal se rompiera, sólo había una manera:
aprender a manejarlo, o lo que es lo mismo, aprender a participar en las
decisiones públicas, en las decisiones políticas que a todos nos atañen.
La participación
resultó, sin embargo, ser un concepto evanescente. Nunca se hablaba de cómo se
concretaría una vez metidos de lleno en una convivencia dominada por los
partidos políticos. Y ocurrió que, al introducirla en el centrifugado de la
democracia, y después del prelavado y del lavado en el agua caliente de la
transición, las propuestas de participación menguaron de manera alarmante.
Los que se acuerdan de la
letra del himno, se preguntan: ¿Participar es introducir una papeleta en una
urna cada vez que hay elecciones? ¿Es escuchar en las emisoras de radio y
televisión los repetitivos y tediosos debates de siempre los mismos, que nada
más que abren la boca ya sabemos a qué collar están atados? ¿Es decir lo que
nos venga en gana en internet amparados en el valiente anonimato? ¿Es
opinar en una encuesta telefónica sobre las bondades o maldades de quienes nos
gobiernan? ¿Es poder expresar a gritos en cualquier lugar público lo que nos
salga de las vísceras? ¿Es remar a contracorriente por los estrechos canales de
intervención en lo público que ha fabricado el entramado político? ¿Es asistir
a los grandes espectáculos que nos preparan los gurús democráticos? ¿Es seguir
los dictados de los expertos que nos instruyen en lo que tenemos que leer, lo
que tenemos que disfrutar, lo que tenemos que comer, lo que tenemos que vestir,
lo que tenemos que ver y lo que tenemos que pensar?
Antes de que se hubiera
podido constituir la participación como un engranaje sólido de intervención del
público en lo público, los mismos partidos políticos, que funcionan –hay
que subrayarlo– con escasa democracia interna, empezaron a poner reiteradas
objeciones a su aplicación. Es curioso constatar que esos reparos se parecían
demasiado a los que la dictadura esgrimía contra la democracia. Y poco a poco,
las críticas contra la participación ciudadana fuera de los partidos, mostraron
tal pretensión como algo muy poco deseable. Y así, quienes la rechazan,
argumentan que los ciudadanos no quieren meterse en líos, porque sólo buscan su
bienestar particular. Y constatan, reforzando su tesis con «rigurosos sondeos», que existe
una enorme apatía ciudadana. Lo que no nos dicen es que una gran mayoría de
personas ven inútil emprender ningún esfuerzo porque piensan que todo está
urdido y manipulado de antemano siempre por los mismos. La ignorancia de la
gente es otro argumento contra la posible participación. Lo que tampoco dicen
quienes defienden este argumento es que la ignorancia es el mejor abono para
desarrollar cualquier dominación. Otra objeción de los que niegan la
participación ciudadana, es que esta provocaría todo tipo de excesos, como si
el mayor de los excesos, la corrupción, no se hubiese cultivado en el jardín
democrático.
Y así, con una
descalificación tras otra, se ha ido desmontado cualquier veleidad
participativa.
Cada vez son más los que solicitan liderazgo
político para solucionar los males enquistados, pero nadie pide Liderazgo
Ciudadano, nadie pide que haya ciudadanos autónomos, capaces de parar los pies
a dirigentes incapaces o corruptos, a políticas sin contenidos, a quienes, una
vez alcanzan el poder, padecen ese mal de altura de creerse dioses que no deben
ya explicaciones a nadie, y menos a quienes los eligen, esto es, al pueblo
soberano.
Si es cierto lo que afirmaba con crudeza en
una de sus columnas Pedro de Silva, que «en política la ley suprema es el
poder, o sea, cómo conquistarlo y conservarlo», la democracia siempre será un
sistema en precario porque quien busca el poder lo quiere ya y ahora, no se
detiene a propiciar la lentitud que supone la participación. La rapidez
beneficia siempre a quienes mandan, pues las órdenes se dan para ser obedecidas
de inmediato, no para ser cuestionadas. El que quiere dirigir pretende que sus
deseos sean órdenes. La lentitud beneficia a la reflexión, a la razón, es
decir, nos beneficia a la inmensa mayoría.
Al haber escasa
participación, se allana el camino para la instauración de lo que el estudioso
norteamericano Sheldon Wolin llama «el totalitarismo
invertido». El objetivo de este nuevo
totalitarismo, «no es la conquista del
poder a través de la movilización de las masas, sino la desmovilización de
estas desde el poder hasta devolverlas al estado infantil». Quienes abogan por esta desmovilización «pretenden que el papel de la ciudadanía se vaya
difuminando hasta quedar reducido al ejercicio del voto el día de las
elecciones». Así se conseguirá «una democracia dirigida, una democracia sin
ciudadanos».
La participación no reduce la representación,
al contrario, le otorga su auténtica dimensión. Cuanto mayor es la
participación menor es la corrupción, mayor es la satisfacción ciudadana y
menor el peligro de desembocar en el totalitarismo invertido.
La participación se ha descalificado, a
priori, por temor a sus posibles excesos. Sin embargo, con su aplicación en
aumento va a ser mucho más lo que ganemos que lo que perdamos. Como decía Tony
Judt en Algo va mal: «La participación no sólo aumenta el sentido de responsabilidad por los
actos del gobierno, sino que también contribuye a que los líderes se comporten
honestamente y constituye una salvaguarda ante los excesos autoritarios».
El rapto de lo público
Paco Abril
(Artículo publicado en la revista
Atlántica XXI, nº 17, Noviembre 2011)
¿Por qué nos resulta tan difícil siquiera imaginar
otro tipo de sociedad?
¿Qué nos impide concebir una forma distinta de organizarnos que nos beneficie mutuamente?
¿Qué nos impide concebir una forma distinta de organizarnos que nos beneficie mutuamente?
Tony Judt
Para llegar al punto que
no conoces,
debes tomar el camino
que no conoces.
San Juan de la Cruz
Las democracias han arbitrado diferentes formas de
intervención del pueblo soberano en los asuntos públicos. Sin embargo, los
cauces de esa participación son cada vez más restringidos. En la práctica es
una participación delegada en los partidos políticos que, desde el momento que
tocan poder, comienzan a distanciarse de sus representados a la velocidad de la
luz.
El Movimiento del 15-M clamaba, y continúan
haciéndolo, para que la gran mayoría de los ciudadanos podamos intervenir en
aquello que nos concierne. La ocupación de las plazas por los jóvenes puso de
manifiesto que los partidos llevaban demasiados años peleando por acomodarse en
el poder, más que interesándose por los problemas de quienes los auparon a él.
El mayor logro del 15-M lo resumió El Roto en uno de sus magistrales artículos
de una sola frase y una sola imagen:
«Los jóvenes salieron a la calle y todos los
partidos envejecieron».
En sus movilizaciones dejaron al descubierto
los discursos vacuos de los políticos, su dependencia de los poderes
financieros, su lejanía de la ciudadanía. Pero los movilizados no se han dado
cuenta de que los partidos, como diría León Felipe, tienen «callo en el alma».
Por eso, tras el desconcierto de la sorpresa, los enquistados en la política se
unieron contra ese enemigo común surgido de la nada que osaba señalarles sus
impudicias.
Podemos imaginar una reunión de urgencia de
altos dirigentes de todas las capillas políticas. Podemos imaginar a los más
extremistas exigir la intervención drástica de las fuerzas del orden. Podemos
imaginar a los reflexivos intentar calmar a los dirigentes más duros
proponiendo la eficaz estrategia de engatusar: «Serenidad, señores, utilizar la
violencia aumentaría la resistencia. Seamos sensatos, pidamos ayuda a nuestros
intelectuales. Ellos les harán apearse de sus utopías. Eso sí, empezarán
siempre alabándolos. Ellos les dirán que sus protestas han sido muy oportunas,
que nos han dado ejemplo de participación, pero que deben utilizar los cauces
establecidos. Con tacto, deberán señalarles que ellos se mueven por un impulso
sano, aunque visceral; que son muy acertados sus eslóganes, pero que carecen de
un programa consistente; que ofrecen propuestas sugerentes, pero nada sólidas;
que es muy bonito su ideal asambleario, pero que lo ideal patina en lo real;
que está bien que hablen todos, pero que precisan portavoces que encaucen sus
voces; que son perspicaces, pero pueriles; que se han manifestado de manera
pacífica, pero han provocado desórdenes; que han demostrado tener conciencia,
pero que les falta experiencia. Y concluirán diciéndoles que si de verdad
pretenden cambiar las cosas, que se afilien a alguno de los partidos existentes
o que creen uno nuevo. Deberán insistirles en que estamos dispuestos a
recibirlos con los brazos abiertos».
Y podemos imaginar, por último, a los más
honrados de esos dirigentes, que los hay, comentar en voz baja que para
recuperar la confianza de los ciudadanos, se requiere una total regeneración
política que pasa por la creciente ampliación del campo de lo público.
Y aquí llegamos al meollo de la cuestión, lo
público. ¿Qué entendemos por tal? ¿Lo que se ha conseguido con el empeño de
todos y para todos? ¿Lo que los políticos dadivosos conceden al pueblo?
A poco que observemos, comprobamos que se
suele entender lo público más desde el ámbito pasivo de la aceptación, que
desde el territorio activo de la decisión. Nos beneficiamos, por ejemplo, de la
sanidad pública, pero no tenemos apenas posibilidades de decidir cómo queremos
que sea esa sanidad. Lo mismo pasa con el transporte, la educación o la
televisión. Son quienes gobiernan los que canjean nuestros votos por decisiones
que materializan en realizaciones que hasta pueden ser muy contrarias a lo que la
mayoría ciudadana quiere.
¿Se podría medir los grados de
implantación de lo público igual que medimos la temperatura? Y si esto fuera
posible, ¿qué unidad de medida aplicaríamos? ¿Qué tal si utilizamos como patrón
el poder de decisión? Si establecemos que lo público es ese espacio donde,
en amplia mayoría, podemos tomar decisiones que nos afectan a todos, aquello
que lleve a potenciar esa capacidad incrementará su repercusión. Por el
contrario, todo lo que nos aleje de la toma de decisiones, rebajará su
influencia. Nuestro termómetro, tendría un punto cero, por encima del cual
marcaría los diferentes grados de participación efectiva. Cuanto más
descendamos por debajo de ese cero, más cerca estaremos de una dictadura.
De acuerdo con esto, podríamos apresurarnos a
deducir que las democracias son favorecedoras de la participación y, por lo
tanto, propician las decisiones de los más sobre los menos. Sin embargo, es en
las democracias donde ya está surgiendo el intento de rapto de lo público.
Algunas, empezando por la norteamericana, están deslizándose hacia el polo
negativo, pero no hacia una dictadura clásica, sino hacia lo que el
investigador norteamericano Sheldon S. Wolin llama el «totalitarismo
invertido».
Al revés que en las antiguas dictaduras, este
totalitarismo invertido se consigue «no movilizando a las masas», sino a través
de su desmovilización hasta reducirla a un estado infantil. El camino hacia esa
democracia sin ciudadanos toma cuerpo cuando se alienta a la gente a
preocuparse solo de sus propios intereses, a centrarse en sus problemas
individuales, a no meterse en política. ¿Cómo se promueve la despolitización?
«Envolviendo a la sociedad en una atmósfera de temor colectivo y de impotencia
individual», contesta Wolin. Miedo a un ataque terrorista, miedo a perder el
puesto de trabajo, miedo a que nos reduzcan los planes de jubilación. ¡Qué gran
arma de sumisión es el miedo! Y se refuerza la colonización de lo público,
cuando la publicidad vende, entre toda la amalgama de productos que nos ofrecen,
parcelas de felicidad en las que lo importante, lo que cuenta, es lo tuyo, lo
privado, lo particular, lo que tú sientes. Nos venden una sentimentalidad programada que reduce lo público a lo
personal.
Lo público, el nosotros, desaparece disuelto
en el yo, en lo que yo siento, lo que yo pienso, en lo que yo creo,
desvaneciéndose así los vínculos que nos unían a los otros. En esta disolución
no hay lugar para la acción cooperativa, para la unión con los demás, no se
deja ningún resquicio para reivindicar de manera colectiva lo que nos
corresponde decidir entre todos.
Sin embargo, frente a los superpoderes, frente al
intento de rapto de lo público es posible ir hacia una democracia en la que los
ciudadanos puedan ejercer de verdad su poder de decisión. Solo nos falta el
pequeño detalle de querer caminar juntos en esa dirección.