viernes, 14 de enero de 2011

La escuela, donde hasta las mesas se aburren


En las más diversas ocasiones, y desde hace treinta años, he preguntado a niños y niñas si les gustaba ir a la escuela. Una cantidad considerable respondió a esta encuesta –sin visos de ser avalada por el Instituto Nacional de Estadística– con un rotundo y resignado no. Y digo resignado porque aunque rechazaran la institución escolar, no les quedaba más remedio que aceptarla, al ser obligatoria. Y siempre explicaban su rotundidad subrayando una y otra vez que algunas clases, o el colegio en general, eran el inmenso territorio del aburrimiento. Este arraigado sentimiento de hastío, aparece de continuo en las conversaciones con los niños respecto a sus centros de enseñanza, pero muy, muy pocas veces se muestra en los estudios sobre el fracaso escolar, o es motivo de reflexión de los expertos en educación que tienen cosas de más enjundia didáctica y pedagógica en las que cavilar.

Uno de los más eminentes psicólogos de nuestro tiempo, Jerome Bruner, afirmaba en una entrevista: “El problema es que los alumnos se aburren. Eso sí que es un gran problema que hay que evitar a toda costa”.

Comenté con un pedagogo este síndrome de inapetencia escolar, este tedio del que hablaban con tanta insistencia los alumnos y me cortó airado, como si yo fuera el culpable de ese malestar: “Los alumnos van a la escuela a aprender no a divertirse”. Me atreví a comentarle al Pedagogo –observen que ya lo escribo con mayúscula para que no se me ofenda más– que, a lo mejor, lo contrario de aburrir no era divertir. Me miró, primero perplejo, después esbozó una sonrisa suficiente y despreciativa. Encajé un tanto azorado esas alusiones no verbales, y respondí con cierta torpeza, extremando la afabilidad:

“Quizá lo que había que conseguir no es que los niños y niñas se diviertan, sino que se interesen, que son cuestiones bien diferentes”.

El Pedagogo ya no escuchó más. Pretextando una urgencia me dejó con la palabra en la boca.

Me gustaría haber podido decirle que la diversión nos aleja, nos distrae, nos lleva a otra parte, mientras que el interés, nos centra, nos da una energía interna que nos impulsa a indagar, a experimentar, a querer saber y a poner todo nuestro esfuerzo en ello.

Viéndolo alejarse, suficiente y altivo, me vino a la memoria una tira de Mafalda. En ella aparece una maestra escribiendo en la pizarra: “Mi mamá me mima, mi mamá me ama, yo amo a mi mamá”. Mafalda se levanta, se dirige decidida a su señorita, le da la mano y le espeta:

“La felicito señorita es usted muy afortunada, pero podría enseñarnos cosas más interesantes.”

En una ocasión, les pedí a niños y niñas de diversos lugares de España que escribieran un deseo con sólo siete palabras. De las centenares de respuestas que recibí, destaco la de una niña andaluza de 6 años que escribió: “Que pase algo guay en el colegio”.

Ese guay significaba para ella que sucediera algo digno de ser tenido en cuenta, digno de ser experimentado en su escuela, porque la pobre, a los seis años, ya se fundía de aburrimiento. “La escuela es ese lugar donde no pasa nada”, aseguró otro niño de 11 años”. ¿A quién puede atraerle un lugar donde nada pasa ni nos pasa? Y si la experiencia es, como dice el filósofo Jorge Larrosa “no lo que pasa, sino lo que nos pasa”, ¿qué experiencia puede adquirir un alumno en un institución escolar?

Parece que la preocupación de escuela es sólo la de inculcar, instruir, transmitir, dejando de lado estimular el gozo de aprender, el gozo de saber, el gozo de descubrir cosas nuevas, el gozo de intercambiar conocimientos con otros.

¿Tienen los alumnos que aburrirse y pasarlo mal en la escuela para extraer provecho de sus enseñanzas? Me cuenta una amiga, y excelente maestra, que la madre de una niña de diez años le comentó: “Ay, mi hija no debe de estar aprendiendo mucho, porque viene muy contenta al colegio”. Lo de sufrir y aburrirse ha calado tan hondo, que tal se diría que el aburrimiento y el sufrimiento son consustanciales con la escuela y con la enseñanza en general.

En Mal de escuela Daniel Pennac, profesor, escritor, ex niño zoquete, de esos a los que demasiados enseñantes considerarían un caso perdido, nos habla de tres profesores que le salvaron de caer en ese abismo sin fondo del fracaso escolar. ¿Qué características extraordinarias tenían? “Los tres estaban poseídos por la pasión comunicativa de su materia”. No eran maestros que pretendieran divertir, querían enseñar. “Acompañaban paso a paso nuestros esfuerzos, se alegraban de nuestros progresos, no se impacientaban por nuestras lentitudes, nunca consideraban nuestros fracasos como una injuria personal y se mostraban con nosotros de una exigencia tanto más rigurosa cuanto estaba basada en la calidad, la constancia y la generosidad de su propio trabajo”.

Cuando hablo de estos temas con personas dedicadas a la enseñanza, suele surgir una pregunta que parece más la expresión de un miedo cerval a la anarquía. La pregunta es: “¿Acaso pretende usted que los niños hagan lo que quieran?”.

Respondo siempre con una frase de gran psicólogo suizo Jean Piaget: “No se trata de que los niños hagan lo que quieran, pero sí de que quieran lo que hagan”. Esa es la cuestión: convertir en interesante lo que se pretende enseñar, para que los alumnos adquieran, insisto, el gozo intelectual de aprender.

Me reí mucho en su día con la Enciclopedia del disparate, en la que se recogían las barbaridades que los estudiantes escribían en sus exámenes, pero esta risa se me heló con el tiempo en la boca. ¿Acaso estas barbaridades no son un reflejo de las deficiencias de todo ese complejo educativo que empieza en la familia, continúa en la escuela y se mezcla con los mensajes de una sociedad que enaltece, a través de sus potentes medios de comunicación, el conformismo, la estupidez, la ignorancia, la pasividad y la ordinariez? Por eso, de nuevo con Penac: “En vez de recoger y publicar las perlas de los zoquetes, que alegran tantas salas de profesores, debería escribirse una antología de los buenos maestros”. Todos tenemos en la memoria ese profesor o profesora inolvidables. Si los aspirantes a instalar en las tiernas mentes el deseo de aprender trataran de mirarse en estos modelos, “tal vez obtuviéramos ciertas luces sobre las cualidades necesarias para la práctica de ese extraño oficio”.

La escuela no puede ser, no debe ser ese lugar en el que hasta las mesas se aburren.