Un maestro con el que me topo con frecuencia, me comentó, un tanto desolado, que le faltaban recursos para divertir a sus alumnos, y que, por tanto, sus esfuerzos por enseñarles le resultaban baldíos. Me confesó también que no se sentía con fuerzas ni con ganas de ponerse al día en el aprendizaje de nuevas técnicas para entretenerlos.
Y si la diversión es el gran remedio que se quiere aplicar a los niños, también pretende ser la panacea de los adultos. Una editorial publicaba una antología de poesía y, el compilador, afirmaba: “La idea es divertir a los lectores”. Porque la poesía, según su criterio, “tiene que ser divertida”. Parece como si cualquier propuesta educativa, del tipo que sea, que no conjugue el verbo divertir en todos sus tiempos, estuviera de antemano condenada al fracaso.
Pero ha sido la animación a la lectura la acción que más se ha dejado envolver en la seductora red de la diversión, ha caído atrapada en sus persuasivos brazos. Los animadores se han acogido, como si fuera una ley, a la tercera acepción que el diccionario da para animación: “Concurso de gente en una fiesta, regocijo o esparcimiento”. Y en todas sus propuestas procuran con insistencia buscar esa fiesta, ese regocijo, ese esparcimiento.
Los ejemplos de apelación a la diversión en todos los campos son tantos que demuestran una auténtica obsesión por divertir. Todo se contagia cada vez más de esa obsesión. En el Centro de Arte de la Laboral, de Gijón uno de sus teóricos afirmaba: “Aquí hay que conseguir que por encima de todo la gente se divierta”. Analicemos el concepto.
Divertir es apartar la atención para llevarnos hacia otra cosa. Esto es, procurar no que la atención se centre, sino que se descentre. La persona que intenta divertir a alguien tiene que esforzarse en entretenerle, en distraerle, en sacarle de sí mismo para transportarle a otro lugar donde prime el entretenimiento, la distracción, el alborozo. Quien nos divierte, trata de sacarnos de nuestra rutinaria ocupación, o de nuestra preocupación, y de trasladarnos a otro lado.
¿Por qué esta obsesión por divertir sobre todo en el ámbito educativo? ¿Por qué se ha ido convirtiendo en la tabla salvadora o en la levadura de cualquier acción educativa que se precie? Pues, entre otras razones, por una comprensible reacción contra esa educación que se encuentra situada en el campo minado de lo aburrido, de lo pesado, de lo fastidioso. Qué fácil es pisar una de esas minas de didactismo tedioso y quedar mutilado para siempre. Hay muchos escolares, por ejemplo, a los que se les atragantan los libros de texto, los rechazan por indigestos y ponen, delante del vocablo texto, el prefijo de, quedando bajo el rótulo de libros de detexto, y extienden esa repulsa a todos los libros y a todo lo escrito en general. Lo peor no es que se lea poco o no se lea, lo peor es que se desarrolle una epidemia de aversión a la lectura. Por eso hay un afán constante de enganchar al público a través de la diversión. La máxima podría ser: atraer para distraer. Y por eso se invierten grandes esfuerzos y grandes sumas de dinero en divertir. Muchos son ya los que afirman que si convertimos la enseñanza en un divertimento, en juego, erradicaremos el fracaso escolar.
Tarea loable esta de divertir, sobre todo cuando trata de apartarnos de la angustia, de la tristeza, del aburrimiento; pero que, cosa curiosa, no aumenta el deseo de leer, ni de aprender, ni de investigar, ni de pensar, ni desarrolla el gusto musical, ni estimula la lectura, ni despierta la curiosidad científica. El agotador esfuerzo por divertir fracasa en las acciones educativas que emprende, estén dirigidas a niños o adultos. Lo divertido sólo dura lo que dura la acción de divertir. Practicamos el ejercicio saludable de pasarlo bien con algo animado, pero enseguida se apaga la llama de lo que nos sacó de nosotros mismos por unos instantes. Divertir es un fuego de artificio que puede estallar en mil colores, pero que muy pronto se desvanece en el aire. Lo divertido carece de fuerza impulsora para la acción. Es lógico que así sea, porque su función no es la de fortalecernos, sino la de distraernos.
Si la diversión no es la solución, ¿con qué la sustituimos?, nos preguntan los defensores de la pedagogía del deleite? La pregunta a la que deberíamos responder, sin embargo, es otra: ¿qué es lo que hace prender nuestra atención en un libro, en una película o en algún proyecto que nos fascina? ¿La diversión? No, por supuesto que no. Lo que nos engancha de verdad es el interés.
Los educadores verían cambios radicales si, en vez de divertir, trataran de interesar. “No se trata de que los niños hagan lo que quieran, sino de que quieran lo que hagan”, decía el psicólogo Jean Piaget allá por 1940. Divertir es entretener, que no es poco. Interesar es llenarnos de una energía, de un combustible que nos impulsa, que hace que nos esforcemos en cualquier empresa, en cualquier empeño. El interés, que está formado por una conjunción de deseo y necesidad, es una fuerza, una potencia. Un niño que está interesado en la lectura, no necesita actividades divertidas para que lea, sólo necesita libros adecuados. Tampoco necesita animadores ni mediadores, sino facilitadores. Cualquier persona interesada por conocer lo que sea, buscará la manera de investigar, consultar, indagar. Y su interés no decaerá con el tiempo, sino que aumentará. Fomentar el interés es consolidar lo duradero frente a lo efímero. El interesado dota de valor al objeto de su interés y se implica en él de manera permanente. Mientras que la diversión huye como la peste del esfuerzo, el interés nos confiere la energía para realizar el esfuerzo necesario que nos lleve a alcanzar las metas que nos propongamos.