El acoso escolar se ha convertido, de la noche a la mañana, en un tema de apremiante actualidad. Si seguimos las inquietantes noticias que nos ofrecen los medios de comunicación, tal se diría que este problema hubiera surgido de repente, por generación espontánea. Y da la sensación, también, de que este es un mal que afecta sólo a los adolescentes, quedando los niños pequeños inmunes a ese virus de violencia entre escolares.
Pero el acoso es tan antiguo como la escuela. Es imprescindible, si de verdad se quiere afrontar con rigor el problema, tener en cuenta las importantes investigaciones en las que se han analizado estas relaciones de subyugación y no partir de cero, como si esta enfermedad social hubiera sido traída casi ayer por extraterrestres. Todo el mundo vería absurdo que un científico se propusiera investigar el cáncer sin tener en cuenta los conocimientos existentes.
Ya en el invierno de 1998, el Departamento de Programas Educativos de la Fundación de Cultura, presentó en Gijón la exposición Juul, un cuento sobre el maltrato entre iguales. Desde entonces esa exposición no ha parado de recorrer la geografía española. Juul, y el proyecto educativo elaborado a partir de este relato, ha estado en Málaga, en Burgos, en Algeciras, en Cangas del Narcea, en el País Vasco y en Madrid, entre otros mucho sitios. Ha sido un excelente relato motivador que ha permitido a más de veinte mil niños y adolescentes de diferentes edades y lugares reflexionar sobre esta grave epidemia. También a los adultos, les ha servido para extraer significativas conclusiones a partir de las cuales abordar el problema.
Juul es un relato de una gran dureza. Trata de un muñeco de madera que se va destruyendo poco a poco a causa de las humillaciones continuas de sus compañeros. Todos se ríen de él. Se mofan de sus rizos, de su cabeza, de sus orejas, de sus ojos. Juul anhela ser querido.
Todos los seres humanos necesitamos sentirnos queridos, valorados, aceptados por los demás. Si nos humillan, riéndose de nosotros, es como si nos fueran rompiendo a trozos por dentro. Las humillaciones, las ofensas y las burlas pueden sumirnos en la mayor desolación y hacernos sentir tan desdichados que hasta lleguemos a desear desaparecer del mundo. Los otros, sobre todo los iguales, son un espejo en el que nos vemos reflejados. Quien lea la historia de Juul se dará cuenta de inmediato de que el muñeco protagonista se mutila impelido por las pullas, las vejaciones, el acoso insoportable de sus compañeros.
Juul anhela ser querido y, a la vez, desea querer a los otros, desea su proximidad, su acercamiento. Por ellos destroza su cuerpo. Arranca de sí mismo lo que le separa de los demás.
El cuento termina cuando una niña, Nora, recoge su cabeza, lo único que queda de él. La mete en su cochecito de muñecas, la cuida, la limpia y le pone un lápiz en la boca para que cuente lo que le ha pasado. Es la primera persona que le ayuda a contar cómo se siente. El cuento termina con la esperanza que otorga el afecto. Juul y todos los Juuls del mundo pueden reconstruirse.
Nora significa para los centenares de niños que han vivido este cuento el afecto, la amistad, los cuidados, la piedad, la generosidad, la esperanza, la comprensión, la ayuda, la vida, “porque darle afecto –dijo una niña- es como otorgarle vida”.
Al terminar este relato los niños y niñas de ocho y nueve años, no adolescentes por tanto, señalan que es una historia muy dura, pero “es lo que pasa todos los días en mi cole”.
Hemos recorrido con los niños el áspero camino del insulto a través del diccionario. Y ellos descubrieron en ese camino las palabras que muerden. Comprobaron que insultar es ofender, sí, pero también lastimar, herir o hacer daño, agraviar, molestar, perjudicar, incomodar, avergonzar, abochornar, faltar, maltratar, vejar, angustiar, avasallar, atropellar, humillar, acosar…
La lista de malas hierbas de este campo lingüístico sería demasiado extensa, aunque todas ellas tienen en común que denotan empequeñecimiento de la persona insultada
Investigando sobre los insultos que los niños pequeños reciben en su casa, y de sus compañeros y de sus maestros, hemos podido constatar que en el hogar proliferan los insultos entre hermanos, aunque los padres no suelen quedarse a la zaga. Vago, vaga (que el 85% de los encuestados escriben con b) es lo que más suelen llamar los padres a sus hijos. También imbécil, estúpido, retrasado, cabezón, marrano, desastre… (léase esto en masculino y en femenino).
Los profesores suelen ser el grupo más comedido a la hora de insultar. Se juegan mucho en ello, claro está. Al anotar las cosas desagradables que les llaman sus maestros, fue donde un mayor número de encuestados escribió: “No me llaman nada".
No nos engañemos, sin embargo, también hay abundancia de agresiones verbales por parte de los maestros. Los que más resaltan son los referidos al comportamiento escolar y al estudio, tales como asno, burro, ignorante, idiota, sinvergüenza, vago, golfo, inútil, jeta…
Donde arrecian los insultos es entre compañeros. Nuestros escolares respiran sin parar el aire del insulto cotidiano. El insulto en la infancia, poco o casi nada investigado, es su pan de cada día.
En el que es quizá el primer estudio sobre el acoso escolar, publicado por el noruego Dan Olweus en el año1993 con el título “Conductas de acoso y amenaza entre escolares”, se resalta que los niños o jóvenes a los que se les acosa o agrede en la escuela pueden presentar alguno de estos indicios: les gastan repetidamente bromas desagradables, les llaman por apodos, y es posible que se les conozca con algún nombre malsonante. Les insultan, menosprecian, ridiculizan, desafían, denigran, amenazan, les dan órdenes, les dominan y subyugan y son objeto de burlas y risa desdeñosas y hostiles.
El insulto suele preceder siempre a la agresión. Así lo afirman los autores del libro “El arte del insulto”. “El insulto, en todas las sociedades, constituye una parte indispensable de un rito de violencia. Es el combustible que va calentando progresivamente el ánimo de los contendientes hasta llegar al punto de saturación que libera la agresividad directa”.
Se asume como algo normal oír cantar, todos a la vez, en acompasado ritmo, a masas enfervorizadas, en cualquier competición deportiva: “Hijos de puta, hijos de puta” y delicadezas similares.
El insulto es una agresión. Como muy bien dijo un niño de 9 años en redonda definición: “Insultar es pegar con palabras”.
Pues bien, es entre escolares, es decir, entre los supuestos iguales, insisto, donde las agresiones verbales proliferan a sus anchas.
No es de extrañar que la ofensa que más se utiliza entre los niños (incluso entre los más pequeños) sea la de llamarse entre ellos hijos de puta y sus innumerables derivados. Coincidiendo con los autores de “El arte del insulto”, “Las prostitutas, seguidas por los homosexuales masculinos, siempre se han llevado la parte del león en la historia del insulto hispánico.”
Aparte de tan arraigado vituperio, “el más asiduo de nuestra vida cotidiana”, hay, por supuesto, otra gran constelación de insultos que son constante moneda de cambio entre nuestros escolares, tales como mongol, idiota, subnormal, amorfo, pedazo de mierda, tonto del culo, gilipollas… que minusvaloran la personalidad o ridiculizan el aspecto físico, como bizco, bola de grasa, cara moco, cuatro ojos, Dumbo, vaca …
Los insultos son contundentes radiografías en las que se refleja lo que valoramos y detestamos. En un país tan machista como el nuestro, es normal que la homosexualidad, a pesar de las grandes transformaciones sociales que hemos vivido, siga siendo lo peor que puede reprochársele a una gran mayoría de hombres. Uno de los peores agravios es, pues, llamar a un varón maricón. La lengua, con su léxico de agua, ha empapado la institución escolar. La escuela es un reflejo de la vida social. Los niños no son extraterrestres. Traen a la escuela lo que ven, viven y aprenden en sus relaciones familiares, en la televisión o en la calle.
¿Y qué ven? ¿Qué viven? ¿Qué aprenden?
Ven, viven y aprenden que hay una permisividad con quienes agreden a los demás con palabras en sus propias casas, en la calle o en los estadios deportivos.
Ven una televisión donde el insulto, las voces, los gritos, se han convertido en el fundamento de algunos programas sin más fundamento.
Que, por ejemplo, el que fuera rey Midas de la televisión llamado Sardá nos hubiera hecho tragar la rueda de molino de que el buen hacer televisivo pasa por alentar los gritos, las voces, los insultos y la degradación, y que hubiera obtenido por ello el apoyo de la audiencia, da una idea del caldo de violencia verbal, generadora de la física, en el que se cocinan gran parte de las influencias agresivas que reciben nuestros niños. Lo peor de programas como esos, llámense “Gran Hermano”, “Crónicas Marcianas”, “Juguemos al rival más débil” etc. no es su infantilismo, su estulticia, su insulsez o su estupidez, que son sus ingredientes básicos, lo peor es que se han convertido en un ejemplo de conducta. Los niños que no ven a horas intempestivas esos programas, los reciben en forma de píldoras concentradas en resúmenes y machaconas repeticiones.
Las conclusiones a las que hemos llegado junto con los padres y maestros que han participado en lo que llamamos proyecto Juul, son, en apretada síntesis, las siguientes:
Que el acoso entre iguales, el “bullinng”, es un problema que afecta a los niños desde edades bien tempranas, y no sólo en la adolescencia. La intervención contra la violencia debe empezar, pues, desde la cuna. Ya en las escuelas infantiles hemos oído a madres decirles a sus niños de dos años y menos: “Tú si te pegan, pégales también”. “Tienes que enseñarle a defenderse”. No hemos oído decir, sin embargo: “Hay que enseñarles a no pegar”.
Que insultar es pegar con palabras, y que el insulto es el generador de violencia física. Que hay que reflexionar con los niños sobre el acoso y sus efectos. Los cuentos, y el trabajo desarrollado con Juul es un ejemplo, pueden ser grandes motivadores de esa necesaria reflexión imprescindible para erradicar prejuicios, cambiar actitudes, modificar conductas.
Que, aunque se manifieste sobre todo en la escuela, es un problema que tiene su origen y su apoyo fuera del ámbito escolar. La falta de respeto con la que se tratan muchas parejas delante de sus hijos, las agresivas manifestaciones deportivas, los enfrentamientos entre los representantes de los partidos políticos, que, por todos los medios siempre intentan exacerbar lo que los separa, son ejemplos claros de esas influencias, de esas vivencias, de esos aprendizajes de los que los niños se irán empapando poco a poco y que luego llevarán al centro escolar.
Que supone una conducta de dominio contraria a toda democracia: un agresor somete a una víctima a un estado de sumisión y de humillación permanente. Esa es una relación intolerable, propia de una dictadura.
Que se produce una degradación moral en la víctima, que puede sufrir alteraciones graves en su salud (depresión, trastornos de la alimentación, vómitos constantes…) y hasta conducirle al suicidio, como sucedió con Jokin, el joven de Hondarribia cuyo suicidio hizo saltar todas las alarmas.
Que también los acosadores sufren esa degradación moral. Como dice la profesora de psicología de la Universidad de Sevilla Rosario Ortega Ruiz, una de las pioneras en España en el estudio del maltrato y de las medidas para erradicarlo, “cuando el sistema de relaciones de los iguales se configura bajo unas claves socialmente pervertidas en las que predomina el esquema dominio-sumisión, las actividades y los hábitos se ritualizan sobre la ley del más fuerte”.
Que cuanto más sepamos sobre esta enfermedad social mejor podrán buscarse remedios para evitar o reducir sus demoledores efectos. Como dijo Gracián, “no hay monstruosidades sin padrinos”. Son muchos los padrinos de esa monstruosidad llamada acoso escolar. El entorno escolar es sólo un reflejo, un reflejo muy sensible del entorno social. Por eso nos asusta ver a nuestra sociedad reflejada en ese espejo, y por eso se buscan las causas sólo en los centros escolares. Nos aterra ampliar la mirada. Pero sólo si la ampliamos con la razón, evitaremos la sin razón.