Los científicos han llegado a la conclusión de que la depresión, una de las más insidiosas enfermedades de nuestro tiempo, que viene a ser algo así como una decepción profunda de todo y de todos, está causada por carencias lumínicas. Y que, por tanto, una terapia eficaz es aplicar, a la persona enferma, reiteradas sesiones de exposición a la luz.
Este descubrimiento explica otro síndrome similar: el desencanto político ciudadano, que es también una gran decepción de la cosa pública.
La gente está desilusionada porque, a pesar de vivir en una democracia, a pesar de votar cada cuatro años, los políticos, que debían actuar siempre con plena luminosidad, porque para eso han sido elegidos por los votantes, en cuanto pueden escogen esconderse entre los pliegues de la oscuridad. Cuesta mucho a los ciudadanos de a pie entender las actuaciones ocultas de quienes están en el poder gracias a ellos.
En el imaginario colectivo, la oscuridad es un extenso reino donde crecen a sus anchas la corrupción, la manipulación, la intriga, la tiranía, el fanatismo, el chantaje, la manipulación o la tortura, entre otras muchas plantas tenebrosas.
Las mentiras, las calumnias o la envidia, pertenecen también a este reino de las tinieblas y, al igual que las setas cultivadas, precisan para prosperar cuevas oscuras y húmedas. Cualquier mafia podría dar clases magistrales de opacidad.
La verdad, sin embargo, busca en todo momento, la claridad del pensamiento, es decir, la iluminación de la razón.
No es de extrañar que a un siglo que pretendía ser la era de la razón, se le llamara siglo de la Ilustración o de las Luces, aunque haya sido mucho menos razonable de lo que pretendía.
Y tampoco es de extrañar que el imaginario colectivo asimile la luz a la verdad. “¡Por fin se hizo la luz!”, exclamamos cuando algo oculto se desvela, o cuando una persistente falsedad se descubre. Asimilamos también la luz con la justicia, la sabiduría, la alegría, incluso hasta con la esperanza. John Berger escribió:“La esperanza es una llama que se enciende en la oscuridad”.
Jovellanos mando poner en el frontispicio del primer instituto de ciencias útiles, creado por él en Gijón en 1794, esta leyenda: “Quid verum, quid utile”, “A la verdad y a la utilidad pública”. Este era su canto a la luz. Sin embargo, este gijonés universal sufrió en su propia carne la persecución de la oscuridad. Fue atacado por la maledicencia, la calumnia y la envidia, maldades que huyen de la claridad como de la peste. Y sufrió por ello el más ignominioso de los destierros.
Jovellanos pedía luces para regenerar la política. Pedía luces para aplicarlas a la educación. Pedía luces para iluminar un futuro donde nadie fuera perseguido y encarcelado por sus ideas.
Esas luces siguen siendo necesarias para curar el síndrome de la gran decepción, esa que conduce a los ciudadanos a alejarse de las urnas. Consideran, los cada vez más desmoralizados electores, que los políticos harán con su voto un traje oscuro a su medida. Consideran que no vivimos en democracia, sino en votocracia o poder del voto. Los pocos desengañados que se atreven a hablar, afirman afligidos, que creían que la democracia iba a ser otra cosa. Creían que iba a ser mucho más que depositar una papeleta en una urna cada cuatro años, creían que los partidos políticos, sobre todo en época electoral, en vez de dedicarse a despotricar contra sus rivales y cultivar el insulto como cumbre insigne de su dialéctica, centrarían sus esfuerzos en transmitir a los ciudadanos propuestas capaces de ilusionar, de entusiasmar; propuestas, en suma, aclaradoras. Y creían que si se excedían, si practicaban el golpe bajo de hablar de la paja en el ojo ajeno y de olvidarse de la viga en el suyo para ocultar unos programas faltos de contenido, serían castigados con severidad por los votantes.
Creían y ahora ya no creen.
Y piden luz para curar su desafección política.
Algunos ya han salido a la calle a pleno día con una linterna, como Diógenes. Buscan, al igual que aquel sabio, la honradez, la verdad, el cumplimiento de las promesas, las explicaciones claras, la sinceridad, la humildad, la generosidad. La buscan no sólo para apoyarla con su voto o como terapia para curar su dolencia, sino como ciudadanos que también quieren ser políticos, esto es, personas que desean trabajar por el bien de su polis.
Pero, ojo, hay otra forma de no aportar luminosidad, es la de darnos en toda la cara, de repente, las luces largas, esto es, deslumbrarnos con información opaca, incomprensible, ininteligible, apabullante o confundirnos con el lanzamiento de fuegos artificiales. Nadie quiere tampoco esas luces que impiden ver.
¿Se pretende preparar en las escuelas a ciudadanos y ciudadanas dignos de una democracia? Pues enseñémosles, desde bien pequeños, a que aprendan a encender la luz, a que sepan ellos darle al interruptor de la claridad.
Los ciudadanos y ciudadanas exigen a la democracia lo mismo que parece ser pidió Goethe instantes antes de morir:“Luz, más luz".
Artículo publicado en el diario "La Nueva España"